Un cuerpo cubierto de colores avanza entre risas y polvo. En primer plano, una figura parece hecha de sol y de tierra, de ritmo y de memoria. Es un danzante del carnaval del norte argentino: una celebración donde lo sagrado y lo festivo se entrelazan, donde la alegría es herencia y resistencia.
Su traje estalla en dorados, rojos, violetas y azules. Cada lentejuela refleja fragmentos del cielo, cada espejo revela contexto. La máscara dorada cubre casi todo el rostro, dejando ver unos ojos que miran cerca, atentos, como si en su gesto se encendiera una antigua conexión con la tierra. Las plumas y cintas que salen de su cabeza le dan un aspecto de fuerza ancestral, como si llevara en su movimiento la historia de los cerros y del aire.
La música, la tierra, las personas y los colores crean un territorio compartido. En ese movimiento colectivo, cada paso se vuelve un modo de agradecer, de invocar, de afirmar la vida. El carnaval celebra y recuerda. Es memoria en movimiento, una forma de pertenecer al lugar y al tiempo, de volver, una y otra vez, a la raíz.